Homilía del Sr. Nuncio de su Santidad en España

(Oña, 12-2-2011)

Me es grato encontrarme entre ustedes, como representante del Santo Padre en España, en el mismo señero día en el que se cumplen los mil años de la fundación de este Monasterio de la villa de Oña, dedicado al Santo Salvador, a Santa María Virgen y al bienaventurado Arcángel San Miguel.


Como bien conocen, el Conde de Castilla, D. Sancho García, conside­rando los anhelos de su hija Tigridia, prepara este monasterio a fin de que sea una casa de oración y de vida santa, en el cual ella presida a los hombres y mujeres que aquí se consagraran a Dios, procurándoles la ense­ñanza, doctrina y dirección espiritual. Durante su primera etapa, en vida de Tigridia, éste será un monasterio dúplice visigótico como los aprobados por los Concilios Toledanos.


A la muerte de Tigridia, aclamada como santa, la fundación será trans­formada en monasterio benedictino, con monjes de formación cluniacense, presididos por el Abad García, luego Obispo de Pamplona y Jaca, y des­pués por el Abad San Íñigo, uno de los más grandes santos benedictinos de España. San Iñigo fue maestro y ejemplo de santidad para los monjes y para todo el pueblo fiel. Este monasterio de Oña centró un gran movi­miento de reforma de la orden benedictina que se extenderá ampliamente con grandes frutos de vida espiritual. Con el tiempo los avatares políticos llevaron a este Monasterio a sufrir el decreto de desamortización que sacó a los monjes de éste, como de los demás monasterios de España, en el año 1835.


En 1880 el monasterio alberga a los padres jesuitas, sus últimos mo­radores, hasta el año 1968 cumpliendo un periodo histórico pletórico de acontecimientos, y desempeñando desde aquí un papel importante, tanto en la vida de la Iglesia española como en los estudios filosóficos y teológi­cos y en el impulso misionero.


Como Panteón Real y Condal, este monasterio evoca ante todo, los nue­vos horizontes y esperanzas que, tras el acoso de la morisma, se abrieron paso, desde este centro espiritual, como fermento de una cultura con base en el evangelio que promociona en los pueblos la virtud y el valor de la persona humana creada a imagen de Dios, redimida por Cristo el Señor, y santificada por la gracia mediante el Espíritu Santo. Por eso nuestra pre­sencia aquí es una acción de gracias a la Santísima Trinidad que actúa y se hace presente en la historia de los hombres.


Esta celebración es propicia ocasión para reflexionar y señalar la fuente y los cauces por los que, para nosotros hoy, este hecho no se reduce al pa­sado, sino que reviste una oportunidad para reavivar las raíces cristianas de la sociedad de hoy.


Si en el ayer, que evocamos en esta celebración, Europa se debatía que­riendo defender su identidad cristiana mediante la resistencia a las fuerzas bélicas, hoy no es así. Hoy el peligro está en su propio seno con la adopción de dos posturas: Mientras unos profesan tesis materialistas que pretenden prescindir de Dios y hacer que éste no cuente en la vida práctica, otros pretenden perderse en una energía impersonal que evade en realidad la verdad. El denominador común de ambas opciones se halla en el punto de partida de una separación entre lo humano y lo divino. ¿Pero un hombre sin Dios, sin un Dios personal, es realmente humano? La Iglesia católica está convencida de que la naturaleza divina establece vínculos con la ra­zón, y esto desde el momento en que el Verbo divino crea todas las cosas dándoles su ser y su sentido.


El misterio de la encarnación brilla en el misterio de la Trasfiguración del Señor que conmemoramos en esta Santa Misa. En él se desvela la oculta divinidad de Cristo al resplandecer en la débil carne que, por obra del Espíritu Santo, había asumido realmente el Verbo eterno del Padre en el seno de la Virgen Madre. En la Transfiguración, el Verbo comunica al sagrado cuerpo la claridad de la gloria que le es propia, y que permanecía oculta.


De este modo Cristo, que sube a Jerusalén para entregarse libremente a la muerte redentora, tiene intención de "fortalecer la fe de los discípulos ante la proximidad de la pasión para que sobrellevasen el escándalo de la cruz" y así va a alentar "la esperanza de la Iglesia al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya".


La presencia de Moisés y de Elías sobre el Tabor sintetiza todo el An­tiguo Testamento que se cierra en la Ley y en los Profetas. Tanto Moisés –como representante de la Ley en cuyo centro está la Alianza garantizada por el sacrificio cruento del cordero– como Elías, hablaban con Jesús de la Nueva Alianza contenida simbólicamente en la antigua por aquel sacrificio cruento, y que Jesús iba a verificar ahora en Jerusalén. De eso hablaban con Jesús los antiguos representantes presentes, Moisés y Elías, ante la faz de los representantes de la Iglesia, Pedro, Santiago y Juan: "Moisés y Elías hablaban con él del éxodo que iba a realizar en Jerusalén".


Éxodo significa "salida". Aquella antigua salida de Egipto el pueblo de Dios la pudo realizar merced a la sangre de un cordero. Ahora, la sangre de la nueva alianza conducirá al nuevo pueblo a un destino de vida eterna. Esa "salida", será en Cristo un exceso de su amor que viene al encuentro del hombre y lo redime.


Para restablecer la semejanza de Dios, deteriorada por el pecado, Dios se ha acercado tanto al hombre, tanto, que no sólo se ha contentado con limitarse haciéndose criatura en el seno de María, en el establo de Belén, en las fatigas de un taller en Nazaret, en los caminos de la predicación en su vida pública buscando a los pecadores, sanando a los enfermos, pro­curando el bien de todos los hombres. No se ha contentado con esto. Para unirse a los hombres ha querido subir a la cruz: "cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí". Ahí, en la cruz, nos ha amado, reconciliado, perdonado y nos infunde una nueva impronta restableciendo en nosotros la imagen y semejanza de Dios que habíamos perdido.


Ahora bien, para que brille con eficacia la luz de Cristo en nuestra vida tenemos que prestar atención a la viva indicación del Eterno Padre: "Escu­chadle". Sí. Es necesario, para ser trasformados y envueltos en su claridad, escuchar la voz de Cristo que nos ilumina y nos orienta en la vida.


¿Cuáles son las consecuencias de este misterio de la Transfiguración? Le preguntaron una vez a un niño en el colegio si sabía lo que era un santo. El niño, que iba con su familia a la Santa Misa a la catedral todos le domingos, le preguntaba a su papá, señalando a las vidrieras, que quiénes eran aquellos que allí se representaban. El padre decía a su hijo que era los santos. Desde esta experiencia, ante la pregunta de su profesor, el niño no dudó un momento en contestar: "un santo es un hombre por donde pasa la luz". Efectivamente, el santo es una persona que permite pasar la luz d Cristo, una persona que es luz en virtud del Señor.


Este pensamiento nos lleva, por así decir, al compromiso y a la actualidad de esta nuestra celebración. Hoy en día se considera que el desarrollo material va separado del espiritual y lo supera. ¿Pero dónde está el verdadero progreso?


Como nos enseña la historia y el pensamiento, el progreso no corresponde, no es ínsito al hombre en cuanto "una fuerza física" semejante: cualquier elemento de la naturaleza, sino al espíritu humano. A su vez, éste es imposible sin Dios, sin fe. Por tanto, el progreso no está en la materia como quiere el modernismo y el escepticismo, para hacer a un hombre autosuficiente, sino que está en la encarnación del Hijo de Dios. El punto de partida, para un real progreso, se encuentra en el espíritu, por eso e hombre, en cuanto que parte del principio, esto es del ser, de la verdad, más reconoce su libertad finalizada, se hace más racional y es más natural.


Observando los avatares de los últimos siglos el prestigioso historiador moderno Philip Trower ha escrito: "No hay nada en la filosofía, en la cien­cia, en la historia que nos asegure que la mejora en el conocimiento natura y artístico, y en los logros técnicos deba proseguir indefinidamente, o que esté destinada a alcanzar un clímax triunfal en este inundo". Por tanto no porque la ciencia experimental crezca en nuevos inventos que dan con­fort y calidad de vida, no por eso las cosas van cada vez mejor. Hay unos límites que no se pueden transgredir si no es destruyendo la condición del hombre.


En nuestro contexto cultural, la doctrina católica es motivo de espe­ranza porque, gravitando sobre el misterio de la encarnación, enseña a los hombres que nada realmente humano es ajeno a Dios y que entre Dios y el hombre no hay divorcio ni separación. El hombre ha sido hecho por Dios, para Dios.


Esa pertenencia a Dios por parte del hombre brilla en la creación me­diante la cual le insufla un hálito divino de vida indicando con ello que nada material tiene progreso sin el hombre, y el hombre tiene su progreso en el Espíritu que Dios le dio, el cual es principio y sentido de la materia. Sin el impulso vital divino puesto por Dios en el hombre al crearlo (Gen 2,7), el hombre no puede obrar a imagen y semejanza de Dios. "En la plenitud de los tiempos". Dios mismo se unió al mismo hombre tomando realmente su natu­raleza y, clavado en la cruz, de su costado salió la sangre y el agua principios de una vida en el Espíritu Santo, de una vida sobrenatural, que no va pegada o cargada sobre el hombre, sino que le eleva, y le trasforma incesantemente como criatura nueva desde dentro por la nueva ley de la gracia.


Por último. Desde una concepción así basada, como decía S. Pablo, no "en sabiduría humana sino en el poder de Dios", o como dice el mis­mo S. Pedro, "no en invenciones fantásticas, sino en el hecho que vimos sobre la montaña", en la Transfiguración, la Iglesia anuncia los valores que trasforman el mundo. Entre esos valores –y ya que estamos aquí– señalemos los principales referentes de la vida monástica que, sin duda, configuraron el pasado glorioso que hoy evocamos.


Los monjes están unidos a todos por la oración, por la penitencia, por el elocuente ejemplo de caridad fraterna. El monacato es un modelo de vida cristiana que se extendió a toda la sociedad. Como han señalado los eruditos, en el seno e influjo de la vida monástica, hace mil años, nacía el concepto de una nueva ciudadanía cristiana. La aportación de la vida monástica a la construcción de Europa es innegable. La trasmisión y profundización de la cultura en sus escritorios, las obras de caridad en sus hospederías y hospitales, e incluso los avances en las técnicas del arado o del agua, son factores que contribuyen a un verdadero progreso humano.


A la base de la Regla benedictina, código del S. VI que civilizó Europa, se aprecia el valor de la oración y del trabajo. La actividad humana no se ve sino unida a la oración, al trato con Dios. Por eso ¿cómo no tener en cuenta este principio en una sociedad tan "especializada" y "tecnificada" que muchas veces cae en el peligro de deshumanizar? El trabajo se huma­niza si va unido a la oración en la cual el hombre se ve como colaborador de la obra creadora de Dios. Un trabajo, una construcción sin Dios, es des­tinada al fracaso. Como dice el salmo: "si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles".


Dentro de tantas aportaciones cómo no señalar también el valor de la persona humana independientemente de su condición social o grupo étni­co. S. Benito establece que en la "escuela divina", así llama al monasterio, el Abad no haga acepción entre el noble y el plebeyo, y en su biografía es­crita por San Gregorio Magno, Papa, se señala que Benito ni siquiera hizo diferencias en el monasterio entre los diferentes pueblos que se encontra­ban en convivencia en la Italia de entonces como los invasores, los godos, que se convirtieron al cristianismo.


Además, preparándole con sabias consignas de fe para que salga de sí mismo en un acto de amor mediante la humildad y el orden espiritual, la Regla preconiza a un hombre imbuido de espíritu de gratuidad y en estado de permanente servicio educando la tendencia a centrarse uno en sí mismo, para hacer del monasterio una familia donde todos se antici­pen a honrarse mutuamente, donde se toleren con suma paciencia sus enfermedades, así físicas como morales, y donde practiquen la caridad fraterna (RB 72).


Señala Benito la responsabilidad de todos los actos humanos puesta en el servicio a fin de ganar a Cristo, centro, clave y sentido profundo de toda la vida: «Nihil amori Christi praeponere» (RB 4). Y aún más: «Christo omnino nihil praeponant». Nada absolutamente se ha de anteponer al amor de Cristo.


Pero San Benito quiere que esta búsqueda de Cristo "tomando por guía el Evangelio" (RB Prólogo) se haga en comunidad. Se trasluce aquí un profundo sentido eclesial; no podemos llegar solos a la casa del Padre. For­mamos una sola familia en el amor, que no otra cosa es la Iglesia.


Pero sobre todo lo que nos recuerda la vida monástica es que el hombre busca a Dios desde lo hondo de su alma porque sabe que de Él procede y en Él está la razón de su existir. Como Pedro, Santiago y Juan, como los mon­jes, también nosotros estamos llamados a subir al monte Tabor y al monte Calvario para ser transfigurados. Como dice el Santo Padre Benedicto XVI, estamos llamados a "subir internamente al monte como liberación del peso de la vida cotidiana... para contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador... al coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona" Cristo Jesús. Solo los hombres que escuchan al Verbo encarnado pueden ser testigos del verdadero progreso y de una cultura verdaderamente humana.


Que la Virgen oyente y obediente, con su poderosa intercesión, y el Ar­cángel San Miguel, remuevan los obstáculos para hacer crecer, en nuestros corazones y en el de todos los hombres, la extensión del Reino de Dios. Amén.

Renzo Fratini, Nuncio apostólico

Publicado en el Boletín Oficial del Arzopispado de Burgos, marzo de 2011, tomo 154, Nº 3, pp. 227-232.