El Jardín Secreto

’La llave’ gigantesca de hormigón teñido de Carlos Armiño, apoyada en el muro, junto a la ‘Gran Cerradura’ que Luis Mena ha colocado en el viejo portón de los carros ―que tantas veces hizo de portería para los chavales del pueblo―, nos permite entrar en un recinto que no se resigna a morir víctima del abandono. A lo largo de los siglos, el edificio y su huerta cercada han sido monasterio benedictino, convento de jesuitas, colonia agrícola para vagos y maleantes, hospital militar, centro psiquiátrico, residencia de ancianos… y ahora un grupo de artistas entusiastas quiere rescatarlo del olvido convirtiéndolo en un espacio permanente de  exposición de obras de arte contemporáneo al aire libre.

Nada más cruzar la puerta vemos que la vena del artista Isacio de la Fuente descuelga ‘La sábana anudada’ para que los prisioneros, del cuerpo o de la mente, huyan de una de las torres defensivas que han sobrevivido desde la Edad Media. A sus pies coloca Armiño otra de sus creaciones de hormigón llamada precisamente ‘Torre’, separada a pocos metros de su ‘Circuito fraccionado’. En un rincón, escondidas, Ana Condado ha pintado sus círculos de sirenas sobre la pared exterior del teatro Nazaret. Enseguida nos damos cuenta de que hay una ruptura en la relación entre los hombres y la naturaleza, entre los hombres y los hombres, entre la razón y la imaginación, entre el trabajo y el ocio. La escultura de hierro de J. A.  Bustillo, titulada ‘Pomo’,

junto a una de las puertas de acceso al edificio del monasterio, tal vez nos indique la forma de reconciliarnos. Junto a ella se encuentra un viejo mapa de Palestina en relieve de la época de los jesuitas que nos recuerda la dificultad que tienen los pueblos para convivir.

Seguimos nuestra ruta junto al parral, bajo el que Armiño ha colocado un ‘Cubo’ que semeja a un serón o alforja para acarrear las uvas hasta el lagar. Al fondo del paseo vemos ya revolotear el ‘Mural de palomas’ que ha resucitado Raia en el decrépito palomar azotado por la desidia. Palomas de barro, palomas pintadas, palomas pegadas, palomas colgadas miran fijamente como el ‘Ángel’ de Fernando Arahuete extiende sus alas de metal para volar en libertad, vigilado atentamente desde un balcón del edificio de enfrente poblado de ojos anónimos y vigilantes.

El laberinto de obras de arte da un brusco giro a la izquierda para enfrentarse con un muro por el que trepan las ‘Hormigas’ gigantes de Alberto Martínez, que parecen salir de la más negra de nuestras conciencias. Para no asustarnos demasiado el ‘Trevol’ de Rosa nos sonríe desde una ventana tapiada, como otras tantas, para que no entren intrusos en el edificio. Pero antes de llegar hasta allí podemos disfrutar de la ‘Historia’ en miniatura del monasterio de Oña que narra sobre el hueco de una puerta Raquel Martínez, que comienza con dos jesuitas sentados, pequeños y negros como
hormigas. Casi enfrente, Isacio de la Fuente vuelve a ponernos en la disyuntiva de si seguir el camino de los locos o el de los cuerdos, dos sencillos rótulos en un arco de entrada con dos puertas de acceso nos obligan a reflexionar sobre nuestra posición en el mundo. Pero no hay que preocuparse porque ya hemos visto que si hemos escogido la entrada equivocada hay sábanas anudadas en las ventanas para escapar y tener otra oportunidad. Una pasarela sobre nuestra cabeza apenas nos permite divisar dos fotografías en blanco y negro de Luis Mena: en una de ellas dos jóvenes se besan, con todo su amor por delante, y en la otra un hombre toca el acordeón, de vuelta ya de todo.

Atravesamos un túnel en el que Luis Orte tiene pintado a ras de suelo a un pequeño hombre de espaldas, enfrentado a un inmenso ‘Paraiso’ de color otoñal que le aguarda impasible. Enseguida se abre el espacio y encontramos una ‘Composición’ en tres murales, de Pedro Martínez Quesada, que dan luz a nuestras vidas. A la derecha, atravesando por la hierba, encontramos colgadas de un edificio las pancartas de Carlos Colio con poemas en ‘Homenaje a Ángel González’: tranquilas palabras amarillas sobre un fondo azul le bastan para dejar huella de su admiración por el poeta. Por la misma senda los paseantes pueden identificarse con alguno de los ‘Rostros’ pintados por Raquel Condado, cabezas de perfil colocadas sobre un dintel de piedra. En otra pared noble, la de la sacristía de la iglesia de San Salvador, cuelga J. Luis Ramos sus ‘Poemas y escudos’, con un resultón ramo de flores a sus pies.

La piedra de la parte exterior del ábside de la iglesia abacial y las férreas esculturas de Bustillo parecen custodiar el camarín de San Íñigo, el abad por antonomasia del cenobio oniense. Mientras, muy cerca, Armiño vuelve a colocar una de sus esculturas, ‘Cuencos enlazados’, como si quisiera unir dos mundos alejados entre sí en el tiempo y en la conciencia: el pétreo convento de los monjes benedictinos y el nuevo edificio de ladrillo cara vista amarillo levantado al otro lado del paseo, donde se alojaban los enfermos del psiquiátrico. La santidad y la locura son vasos comunicantes. Las intervenciones de Abilio Estefanía y María José Castaños nos indican que en el edificio de La Florida están las dos caras de la realidad. Castaños observa que hay ‘Sol y luna’ y Abilio establece ‘Vínculos’ entre la fotografía de la vaca que nos mira por una ventana y la fotografía del paisaje que vemos a través de ella. Lo apoya con un proverbio de Machado: ‘El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve’. Y ya que hablamos de miradas, hay una escondida, entre las ramas, en el lateral del edificio de La Florida que da al oeste, que es más inquietante que la del animal que muge.

Las ‘Huellas’ de Josu Gascón, talladas sobre roca caliza y tierra roja, nos indican que entramos en otro espacio más amable. Atravesamos una puerta y nos encontramos con la antigua vaquería de los jesuitas, que tras su restauración se ha convertido en la Casa del Parque Natural de los Montes Obarenes. Dos esculturas de Bustillo enfocan su mirada hacia el desfiladero que abre el río Oca entre los montes de Pando y Portillo Amargo. Una de las pacientes ‘Esculturas pastantes’ de Armiño nos señala la dirección hacia los paseos más recónditos del monasterio, por donde corre el agua y la sombra da cobijo al visitante, y otra de sus obras, ‘Peine’, una trenza de hormigón y cuerdas de colores, nos indica que entramos en un mundo nuevo. Un ‘Caracol marino’ de Paco González trepa despistado por un castaño de indias. Enseguida nos plantamos ante un plátano de sombra al que Mar Yano ha adornado con colgantes. Lo ha titulado ‘Árbol de los elementos y deseos’. En un muro blanco situado enfrente, Juan Mons, que fue médico en Oña, ha pintado sus macetas repletas de hojas por si ‘Los recuerdos vuelven al jardín’.

Otra de las metafóricas sábanas anudadas de Isacio de la Fuente cuelgan de una ventana. Como para agarrar la libertad que ofrece la blanca tela, una ‘Travesura’ de Armiño hace que podamos ver la cabellera del tronco sin vida de un árbol, desmochado pero enhiesto, lleno enormes clavos multicolores. Muy cerca vemos también el ‘Colorido’ que ha dado Lupe con sus adornos a varios árboles. Al fondo, en el parque que se encuentra a una altura superior al paseo, vemos una solitaria pizarra de escuela en la que está escrita esta leyenda: ‘Quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá una larga explicación’, y uno, sin querer, establece un vínculo con la vaca lechera de Abilio.

Entre dos árboles, Sara Tapia sostiene una gigantesca tela de araña, que tiene custodiado o atrapado, quién sabe, un corazón en su centro. Está salpicada de seis grupos semánticos de tres palabras cada uno, donde le sale la poeta que lleva dentro:

 

Sabiduría, inteligencia, pensamiento

Seguro, calor, ingrávido

Vértigo, abismo, vacío

Asma, sofoco, apnea

Emoción, deseo, creación

Puerta, empuja, maraña

Un espectacular nenúfar confeccionado por el taller de los artistas a base de elementos reciclados, entre ellos un contenedor de vidrio, flota sobre las aguas del primer estanque con el que nos encontramos, blasonado en una de sus orillas con el escudo del conde de Castilla y también del monasterio fundado por Sancho García. En la parte de abajo del estanque, podemos observar un viejo comedero tallado en un tronco, al que Jorge Armas ha transmutado su esencia colocándolo en posición vertical e incorporando en su seno una cerradura con su llave. Si penetramos por la vegetación nos podremos asomar al balcón donde se besan los dos enamorados de Luis Mena.

A continuación penetramos en un paseo en el que a una vera tenemos una ría y la otra una hilera de tilos. Para atravesar el largo desierto de gravilla, Carlos Armiño ha colocado sobre el agua dos juegos de ‘Pirámides flotantes’ que nos transportan al verdadero oasis de esta huerta: los estanques donde brota el manantial de Valdoso, que surte de agua a todo el pueblo de Oña y llena sus fuentes, abrevaderos y lavaderos. Allí, en la húmeda umbría, entre seres mitológicos como los tritones o las nereidas, ha plantado Pablo Paralta a su ‘Fauno’, en un recóndito rincón, como si fuera un dios silvestre. Si ascendemos el terraplén podemos llegar hasta la gruta de San José, donde Mariano V. García ha cobijado una Sagrada Familia creada a partir de cajas de medicamentos, como si volviera situarnos sobre el mapa de Palestina en relieve que se encuentra a la entrada de este Jardín Secreto.

Pasear por este Jardín Secreto del monasterio de Oña ha sido posible gracias al empeño del comisario de la muestra, Carlos Armiño, que ha sabido difundir su idea e implicar a los artistas del entorno. En estos tiempos de crisis es difícil encontrar apoyo económico para estas iniciativas culturales, por ello es de agradecer que Carmen Allué, la directora y conservadora del Parque Natural de los Montes Obarenes, bajo cuya protección se esconde la mayor parte de este jardín, facilitara al menos los materiales de trabajo. La diputación de Burgos, que ha cedido el espacio, el ayuntamiento de Oña y la Fundación Milenario San Salvador también son partícipes de este proyecto. El ‘efecto llamada’ tal vez haga posible que esta iniciativa se vaya consolidando con los años y crezcan nuevas obras artísticas a la sombra del convento oniense. Pero para hacer crecer una idea cultural de estas características, para que se consolide, hay que apoyarla con convicción desde las instituciones. Los artistas ponen el alma y la conciencia a este mundo descontrolado, pero de todo se cansa uno.

Presentación El Jardín Secreto