Felisa Iñiguez se crió junto a sus otros diez hermanos, aunque eran hijos de tres mujeres distintas, ya que su padre se casó tres veces. Su familia se dedicaba al campo, al cultivo de cereales, hortalizas y frutales y a su venta en los mercados. Su padre ejerció también durante treinta años de sacristán en Tamayo. En la fiesta de las Nieves, cuando ya no había cura en el pueblo, cantaba la misa de Ángeles en latín.
Los vecinos de Tamayo eran arrieros y su padre llevaba las cerezas hasta Santander y regresaba con el carro y la reata de machos cargados de sardinas en salazón. Tamayo, hoy un despoblado, iba a menos y la familia de Felisa se trasladó a Oña en 1931.
Durante la República recuerda cuando se incendió el convento de los jesuitas, poco antes de que fueran expulsados de España. Durante la guerra trabajó en el Hospital de Sangre. Por la noche daba angustia oír las ambulancias. El cementerio de Oña lo tuvieron que ampliar tres veces.
Felisa no olvida que a un cuñado suyo republicano lo mataron en Santander los falangistas de Oña, cuando intentaba regresar al pueblo, a la zona nacional, desencantado de la guerra. Del cadáver nunca supieron nada. Esa circunstancia impidió durante mucho tiempo que su hermana se casara en segundas nupcias. El asesinato se aclaró al irse de la lengua, en un día de borrachera, un falangista que había estado en el frente. El cura del pueblo tomó confesión al testigo y permitió que su hermana volviera a rehacer su vida.